domingo, 28 de diciembre de 2008

Crónicas urbanas

Una escena tan simple y cotidiana como desgarradora puede suceder en cualquier lugar y momento. Puede acontecer en la oficina, en el hogar o camino a él, y puede contar con diferentes personajes que incluso a veces lo involucran a uno mismo, ya sea en carácter de simple observador o como sujeto de acciones, cuyas decisiones influyen en el desarrollo del hecho.

Así, para el ojo agudo o para el despreocupado, es fácil distinguir la figura de la ironía en una esquina, desde arriba de un taxi y durante un semáforo en rojo.

Un automóvil es sorprendido por dos criaturas que abruptamente se imponen para limpiar su parabrisas, el conductor exaltado -pero sobretodo enojado- comienza a despotricar contra los niños y sus formas brutas, carentes de buenos modales. En medio del arrebato y mientras el conductor discute con su mujer en busca de monedas para pagar la osadía de los niños, éstos se miran entre sí de manera profunda y penetrante, reflejando en sus ojos un evidente miedo, desamparo e impotencia. Las dos criaturas dudan entre abandonar la limpieza, o humillarse una vez más para obtener quizás, y de muy mala gana, la moneda que este señor les arroje. Deciden continuar. Esta vez ya no de manera abrupta, sino con timidez, la timidez propia de los niños de seis o siete años que saben que están disgustando a un mayor. Y esa moneda que esperan recibir, encierra en si dos caras terribles: por un lado ese alivio superficial de conciencia del conductor, y por el otro, el gesto que acompaña la entrega, que es dominado por la mirada acusadora y desaprobadora. El desenlace se aproxima cuando las luces del semáforo cambian del rojo al verde. La acompañante no encontró ninguna moneda, el conductor cierra rápidamente su ventanilla exagerando la incomodidad que el hecho le había causado. Los niños sacuden los limpiaparabrisas con resignación, y una nueva mirada entra en escena a medida que el auto avanza dejando atrás el episodio: en el asiento trasero del automóvil, un pequeño rubio, de anteojos, que tendría más o menos la misma edad de los chicos de la calle, observa todo. Mira a su padre con lo que parecería decepción y confusión, y finalmente cruza sus ojos con los de aquellos niños que intuye, corren con mucha menos suerte que él. La escena conmueve tanto como enoja, y es posible adivinar que en esos instantes, en los que los tres niños intercambiaron sus miradas, unos y otros intercambiaron por un instante, sus propios lugares; anhelando unos y compadeciendo el otro.

Una simple escena despierta el peor de los conflictos morales: si la caridad con responsabilidad nos compete o no. Un cuadro patético y fugaz -como lo es el rojo de un semáforo- para algunos, y lamentablemente perdurable, para otros.
Por Ma. Guadalupe Zamar
Las distancias que nos separan

Sabemos que la unión hace la fuerza, pero resulta difícil apartarse del impulso egocéntrico que nos lleva a la disputa; ese tormento al acecho que sólo busca tentarnos a demostrar que somos el más fuerte, aunque nada lo amerite.

Si bien Carl Schmitt realizó un análisis específicamente sobre el campo político, el criterio de amigo-enemigo, que plantea como expresión de la necesidad de diferenciación, quizá permite comprender lo que conlleva el sentido de afirmación de uno mismo frente al otro. El pensador alemán planteaba un “contenido positivo de la relación amigo-enemigo como conciencia de la igualdad y de la otredad: La diferencia nosotros-ellos establece un principio de oposición y complementariedad”; concepción paradójica y hasta inentendible. Pero, profundizando más en esta teoría, se advierte que la percepción que un grupo desarrolla de sí mismo en relación con los otros (es decir, su distinción) es un elemento que además lo cohesiona, ya que la posibilidad de reconocer un enemigo implica una identificación entre pares (con proyectos en común) que establece un sentimiento de pertenencia.

Entonces, con la hipótesis de Schmitt como supuesto, el desconcierto se acentúa. Si con la identificación del Otro, un grupo se une por sola derivación, ¿Cómo es posible que la sociedad en la que vivimos no logre una unión más duradera y sólida en los diferentes ámbitos?

Aquí entran, entonces, otros componentes en el análisis. Tal vez el más importante es el que indica la psicología de las relaciones -que se ocupa de explicar los conflictos entre grupos y los fenómenos que se le asocian-: Un ego fuerte, al que le resulta difícil lidiar con las críticas -si no la comprende como una forma indirecta en que aparece el elogio- podría ser una de las razones de la permanente confrontación.

Contrariamente a lo deseado, se suceden las situaciones olvidables que nos marcan como sociedad o grupo de referencia. Decisiones arbitrarias tomadas por miembros institucionales importantes, equipos deportivos con resultados negativos, equipos de trabajo con disfunciones graves, amistades y lazos rotos; todo, consecuencia de lo mismo. Según el sociólogo argentino Mario Margulis, la identidad se elabora siempre en una relación que opone grupos, pero no por su diferencia, sino por la voluntad de diferenciarse.

Muchas veces (y más de las deseadas) en lugar de condescender con el objetivo triunfal, consciente o inconscientemente, se truncan los pasos con situaciones negativas. Se sale de foco por un lugar de crítica destructiva que, como explica el calificativo, sólo devasta. Es por esto que todos deberíamos aprender a unirnos, desde la diferenciación, y “tirar para el mismo lado” siguiendo las palabras del viejo Martín Fierro.
Por Emiliana Felizzia