jueves, 5 de febrero de 2009

Turismo: Arezzo


Crónica de una ciudad en la que un pasado cargado de misterio se impregna de magia.

Un tibio sol otoñal tiñe la desértica estación toscana mientras el tren anuncia su llegada. Nada en las calles anticipa un día especial, ni siquiera la escueta concurrencia de pasajeros que descienden del tren. Levantamos la vista. Tras un boulevard, la indisimulable fisonomía toscana comienza a descubrirse entre sus paredes de ámbar y su cálido velo matinal.

La ventaja de recorrer una ciudad con la intuición como único guía es dejarse llevar de la mano por lo incierto y, muy probablemente, sorprenderse en el camino. Comenzamos a caminar en dirección a lo que parece el centro.
A medida que el sol asciende y la mañana se carga de un denso aroma floral, el murmullo de los erráticos pasos comienza a oírse. Los turistas emprenden, galantes, su desfile de estrafalarios sombreros, mochilas rechonchas, muecas de asombro, y cámaras pertinaces.

Cuesta arriba, el “corso Italia” -una avenida peatonal empedrada, que aún atesora su configuración medieval- permite zambullirse en una historia mágica, sólo concebible en un cuento de hadas. Circundada por legendarios edificios colmados de piedra, ventanitas y balcones shakespeareanos, promete maravillas en la cima.

A la vuelta de cada esquina, las calles, que se precipitan como cascadas, esculpen un paisaje que hila con maestría el dorado de sus muros de piedra con el verde de pinos, olivos y arbustos que cubren las colinas. Más abajo, extensos viñedos zanjan la tierra con precisión geométrica, sembrando cicatrices en los añejos campos.

Pero nada de eso se ve en el ‘corso’: Inmensos castillos, farolas, gárgolas góticas, y ribetes de hierro con reminiscencias principescas ofician de refugio para una ciudad etrusca construida sobre la colina en el siglo IV a.C. A lo lejos, la torre de la Iglesia de Santa María, casi en ruinas, se impone solitaria en el cielo.

Un aura festiva recorre la atmósfera. En la esquina, un hombre entrega globos a los niños, que derraman su color sobre la piedra amarrilla. Desde los muros cuelgan banderas rojas, verdes, amarillas, carmesíes y azules, con insignias y escudos que rememoran a los idílicos caballeros de la nobleza. Y no sólo desde los muros: puestos callejeros también las venden, junto a pañuelos y emblemas que los ciudadanos -chicos y grandes- portan con orgullo.

De repente, un rítmico tambor se apodera del murmullo en la calle. Uno, dos, tres, cuatro… cientos de tambores lo siguen. La gente detiene su paso y se da vuelta, esperanzada, con cara de maravilla. Allá vienen, caballos, caballeros y jinetes con lanzas, espadas, algunos con flores, vestidos de los mismos colores que las banderas.

El desfile continúa galopando calle arriba, pero hacia la derecha, la Piazza Grande sí que sabe llamar la atención. Inclinada, como si el viento la hubiera vencido, luce presuntuosa cientos de escudos bajo cada una de las ventanitas del Palazzo delle Logge. Escudos con estrellas, águilas, leones, caballos, bandas y cruces que pintan los colores de los 5 "quintieri" (barrios) en los que se divide la ciudad.

Cae la tarde, las entradas se venden como pan caliente y la gente comienza a colmar la plaza. En cuestión de pocas horas, los palcos se inundan de ansiosos que abandonaron la pseudo peregrinación tras los caballeros para atestiguar la gran competencia.

La “giostra del Saracino” –justa del Sarraceno- es una celebración medieval que evoca, sin escatimar ninguno de sus componentes, una justa entre caballeros de las Casas Nobles de Arezzo y del condado que se realizaba para entrenar a los caballeros para el combate contra los bandidos que se aventuraban desde las costas.

En el sudor y la efervescencia de la multitud, los gritos retumban y presagian un celebrado final. Los vecinos de los cinco barrios en disputa tienen, todos y cada uno de ellos, su pañuelo, vincha, o remera distintiva. Un joven rubio, cuyos pómulos despuntan en su piel clara y húmeda, grita fervoroso mientras los “giostratori” flamean sus banderas, las arrojan a lo alto, y las toman de un zarpazo. Al preguntarle acerca del sentido de la celebración, nos mira con desprecio, frunce su ceño tupido con fuerza, y masculla con una prominente mandíbula dos o tres palabras incomprensibles hasta para su propio compañero, que lo mira anonadado.

Dos ancianos asoman sus canas desde ventanas minúsculas. Un niño, bañado en rojo y verde, flamea desde el balcón su bandera y su escudo. Los jóvenes, sentados en la tribuna, parados en la pendiente, y cubiertos de paraguas desde los balcones, no pierden de vista un movimiento.

Las trompetas entonan un glorioso llamado y los caballeros, cubiertos de largas capas y legendarios sombreros, se preparan, altivos, montados en sus caballos. La carrera comienza. Los aretinos vociferan impetuosos una suerte de himnos barriales al tiempo que los caballeros se precipitan contra el “burato”. Se siente un grito al unísono, muy fuerte. El caballero golpea con su fuerza y su lanza al maniquí que alguna vez encarnó “el rey de las Indias”. Un tenso suspiro se escurre en el ambiente mientras una niña mira, ansiosa, al próximo caballero en correr la carrera.
Por Valentina Primo