lunes, 23 de julio de 2007

Nota de tapa

En una época en donde los tradicionalismos se ven un tanto difuminados, y las fronteras sociales se agudizan, nuestro país se viste de celeste y blanco por la llegada del segundo centenario nacional. Se trata de una etapa de reflexión y remembranza sobre el paso destacado de héroes e indignos que hicieron, y hacen, de nuestro Estado una cuestión aparte.

Como en todo festejo los recuerdos se vuelven los principales protagonistas, resuena la necesidad de reconstruir los procesos claves que conformaron este “ser nacional” vislumbrado en el argentino de hoy. Podría quizá decirse que el centenar de años de 1910 para adelante muestra un colorido social, político, y cultural casi impensado por aquellos intelectuales que forjaron nuestra Nación poco menos que doscientos años atrás. Y es que aquellos históricamente llamados patriotas, lejos de pensar que “para un argentino no hay nada peor que otro argentino”, discutían sobre cómo sortear el camino que lo lleve a una liberación total para formar un Estado Nación, una memoria histórica y una memoria colectiva única.

En palabras del filósofo José Pablo Feimann, “vivimos en una época de espera”; hoy la existencia no es acción sino incertidumbre y escepticismo. Se trata de una espera cada vez más alejada de la esperanza nacional de comienzos de siglo XIX. Se trata de una falta de utopías nacionales y de un “deber ser” en el imaginario social, que lleve al argentino a la lucidez de la crítica constante. Ya nada nos sorprende, la proyección desencanta y se naturaliza la pasividad. Entonces, ¿Cuál es nuestro ser nacional?

El idealismo de Echeverría, el historicismo de Alberdi, la cultura de resistencia de Rosas, la identidad gauchesca de Hidalgo, el iluminismo rivadariano, el romanticismo de Sarmiento, y tantas otras fuentes de identidad social, ya no se entrevén siquiera entre los argentinos. Quizá por miedo, quizá por desinterés, quizá por espera.

El ser nacional se desprende figuradamente de rasgos o gustos comunes (el fútbol, los amigos, el asado, el dulce de leche) y más tristemente aún de rasgos que definen al argentino por reflejo negativo (corrupción, engaño, chamullo). La ideología nacional no se torna manifiesta, y únicamente el desarraigo, la mentira, y la displicencia gubernamental, parecieran ser los disparadores más fuertes del despertar patrio.

El arte de ser argentino

La tradición hace de un Estado una Nación, y durante siglos se resquebrajaron ideales patrióticos alejando uno del otro. Quizás el más fuerte poseedor del alma argentina fue el folklore en tanto proceso musical, poético, y espiritual. ¿Quién no deja de encantarse con las prosas del Martín Fierro, los acordes de la guitarra y el sabor del mate? ¿Quién deja de identificarse con el gaucho rebelde y las pampas coloridas?.

Pero siempre que se pueda se atraviesan estas fronteras, y mientras no sea necesario no se vuelve al lugar de encuentro. Y el arte es esto: un ir y venir que nos define por momentos. La Argentina de este siglo se muestra inmiscuida en un avatar de sonidos, colores y figuras, de más interesante. Realismo, ultraísmo, pop-art, arte figurativo, y muchos otros movimientos, se entremezclan hoy en el mundo de la pintura nacional. Tango, rock, pop, folklore, se van aunando con fusiones de estilos (para muchos agradables), en la música local. Lo mismo para la literatura (muy apegada a la novela, los ensayos, el historicismo, y la crítica), que está abriendo camino al conocer de la historia a través de las palabras.

Pero, aunque parezca inaudito, el arte sigue haciéndonos pueblo, sigue determinando la identidad que nos representa: la demanda, la crítica y la ruptura parecieran ser el motor de cada manifestación artística e intelectual en nuestro país (lo cual, históricamente hace que esta línea de catarsis social se el denominador común con la generación del siglo XX).
Es entonces cuando, sin apelar a otra cosa más que a la creación, se vislumbra una alo de luz nacionalista ciertamente fuerte.


Que cien años no es nada... y doscientos tampoco

La ruptura con el orden colonial (allá por 1810), aunque parezca paradójico, no tiene demasiadas diferencias con el intento de quiebre con el orden “neo” globalizado (actual por cierto). En el proceso independentista, la construcción de un Estado Nación llevó aparejado la organización integral de un país que carecía de muchos soportes, demandando fuertes medidas que -en manos de unos pocos- cambiarían el rumbo de un pueblo impregnado de lucha y desconcierto. La división de poderes y la determinación de una fuente de emanación de este poder (dada por el pueblo, que lo legitimara), se entremezclaron con el reconocimiento de un país capaz de relacionarse económicamente con otros estados, de institucionalizar sus sistemas sociales, y de perpetuarse como hacedor de su futuro. Así, intelectuales nacionalistas entremezclaron fórmulas prescriptivas con fórmulas operativas de una manera, a su entender, correcta.

Pero ¿Qué relación guarda ésto con la Argentina de hoy? Pues mucha. Después de casi doscientos años, pareciera que nuestro país no logra liberarse totalmente: las interminables dependencias económicas hacen de este Estado un títere político y social, acercándose cada vez menos a la República ideal de la que hablaba Alberdi. Las fórmulas operativas poco se han relacionado -desde los segundos cien años- con las prescriptivas, permitiendo prácticas autolegitimadas como “patriotas o nacionalistas” que llevaron al descalabro de una Argentina “condenada al éxito”. Y aunque la división de poderes, junto con la federalización nacional, parecieran seguir -haciendo la vista gorda y un tanto despistada- el ritmo de una Nación republicana en progreso, que seguiría los lineamientos del siglo XIX, no parecen ser suficientes para determinar la armonía global.

Es entonces cuando la apología a una “libertad civil para todos, libertado política para pocos”, no desaparece del todo en nuestro país, hoy legítimamente democrático pero ilegítimamente gobernado en más de una oportunidad.
Por Emiliana Felizzia






Por Emiliana Felizzia

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