jueves, 4 de septiembre de 2008

Ancianidad

Meses atrás, la ONU alertó que el 80 por ciento de los ancianos en el mundo no está suficientemente protegido frente a los riesgos de salud, de discapacidad y frente la reducción de ingresos. Según un estudio realizado por el organismo, en los países en desarrollo 342 millones de personas mayores no tienen ingresos garantizados.
Pero no sólo se trata de un problema de las clases más vulnerables; es el problema de una sociedad que da la espalda a sus ancianos, que los margina y los olvida.

Isolina Dabove, directora del Centro de Investigaciones en Derecho de la Ancianidad, en Rosario, explicó a La Voz del Interior que hay “relaciones estrechas entre la violencia y el sistema económico prevaleciente en nuestra cultura occidental y su sentido de utilidad. Este intento de no ver y no apreciar al viejo (a su vejez y a la propia), generalmente es tan profundo que provoca múltiples situaciones de violencia sutiles, difíciles de captar sin análisis y reflexión”. ¿Qué rol le cabe a la familia, que absorbida en preocupaciones a veces se olvida de ellos?

Ocho hijos y un padre

En el geriátrico Las Tinajas, desde una silla de ruedas, Azucena llama al Doctor Aliaga y lo saluda con un beso. Sonriente y con una mirada pícara le dice: “¿Sabés cuántos años voy a cumplir? ¡93!”, y se ríe.

El doctor Alejandro Aliaga, director de la Asociación Gerontológica Argentina, cuenta que a pesar de ser director de un geriátrico, se opone a la geriatría. “Lo ideal y lo hermoso es que el abuelo pueda ser contenido por su familia. Sin embargo, el hogar ya no es como antes. La mujer hoy se ha igualado al hombre, tiene que trabajar y seguir cumpliendo con las tareas de la casa”.

“Hay un refrán que lo describe perfectamente -esbozó el abogado-; un padre puede mantener ocho hijos, pero ocho hijos no pueden mantener a un padre. Entonces, la geriatría es un mal necesario -dijo-; no es lo mejor, pero sí lo menos peor en algunos casos. Muchísimos carecen de familia y a otros es imposible tenerlos en la casa porque, sin quererlo, destrozan la familia; el abuelo se vuelve déspota, pretende mantener la autoridad y se olvida de que su hijo tiene obligaciones. Entonces, los geriátricos pueden brindarle lo que la familia no puede”.

El desprestigio de los geriátricos proviene, según Aliaga, en el recuerdo del hospicio, que era “un depósito de viejos lleno de olor y oscuro, donde al abuelo se lo encerraba en un cuarto sin luz. Hoy nos hemos humanizado más; pero en mi gremio hay mucha gente insensible, y establecimientos que no deberían existir, pero que existen porque el Estado no tiene dónde ponerlos”.

El derecho de internación

Aliaga explicó a Delta que existe una ley de discapacidad, que la mayoría de los abuelos ignora, según la cual a través con un certificado que otorgue Salud Pública, diciendo que una persona está discapacitada, “toda obra social está obligada a pagar la internación geriátrica”. La mayor de ellas, el PAMI, cubre el 100 por ciento de la internación, “pero le retiene al abuelo entre el 40 y 60 por ciento de la jubilación. Entonces, hacen un estudio social antes, y le ven la jubilación o el ingreso del hijo para decidir si la cubre o no”. Para los abuelos que no tienen obra social existen las pensiones no contributivas, que les dan posibilidad de ingresar en este tipo de establecimientos aunque, en rigor, pocos los reciben.

Más allá de la decisión de la familia, los cuidados de un establecimiento no suplen las necesidades de los mayores. Un estudio realizado por Andrés Urrutia, de la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de Córdoba, demostró que, incluso para quienes tienen escasos recursos, los vínculos, el apoyo y la interacción social tienen más importancia que el nivel de ingresos económicos.

La sociedad del culto a la juventud hace de sus abuelos seres inútiles, imponiendo prejuicios y desprecios. Las sociedades antiguas, por el contrario, consideraban a los ancianos depositarios de la sabiduría, seres a quienes admirar e imitar. Acaso la vejez pueda volver a concebirse no como un ocaso, sino como el desenlace de una historia de vida en el que la velocidad se aminora para disfrutar del recorrido.

Por Valentina Primo

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